La despedida
Andrés Díaz Marrero
Doña Chefa sufrió un ataque de nervios al saber de la muerte
de su marido. Verdad es, que, tanto las buenas lenguas, como las envidiosas,
aseguraban, que no había matrimonio que se llevara tan bien. Los veintidós años
ahora interrumpidos con la muerte de Taquio (diminutivo de Eustaquio)
comprobaban dicha apreciación. Cayó la pobre señora con un ataque de espasmos;
sudaba todo su cuerpo; y temblaba tanto, que tuvieron que llamar a Goyita, la
enfermera. Gracias a la sabiduría de Goyita, a un té caliente de hojas de naranjo,
un emplasto de salvia en la frente y a unas pastillas para los nervios, doña
Chefa mejoró. Se le quitaron los temblores y estaba más calmada; a pesar de que
lloraba constantemente; a la vez que se preguntaba en voz alta: «¡Dios mío!,
¿Por qué no me llevaste junto con él?»
Durante el velorio se mantuvo doña Chefa lagrimeando sobre
el féretro. Su hija, y demás familiares le aconsejaban que descansara un poco;
y la consolaban con lágrimas en los ojos. Era un cuadro patético ver a la pobre
doña Chefa abrazada al ataúd; llorando y pidiendo al señor que le deparara la
misma suerte que al finado. «Pues, sin su Eustaquio no podía vivir.» No hubo
más remedio que dejarla hacer su voluntad y verla abrazada al féretro hasta la
llegada del día. Cuando los amigos y familiares comenzaron a sacar el ataúd,
doña Chefa dio un alarido; cual si le hubiesen enterrado un puñal en las
entrañas; cayó de bruces al suelo en medio de agitadas convulsiones; gritando,
pataleando, y soltando, según la apreciación de los allí presentes, una baba
amarilla por la boca.
El entierro se retrasó más de una hora en lo que lograron
calmarla. Esta vez, hubo que enviar por el médico; ya que los esfuerzos de los
presentes resultaron vanos. Prosiguió el entierro; era un entierro de pobre; pero
muy a gusto. Había muchas flores y era muy concurrido; (Taquio gozaba de gran
aprecio y simpatía en la comunidad). La que daba pena era doña Chefa; el llorar
y el sufrimiento de las últimas horas le habían hinchado los ojos. La nariz se
le veía larga debido a las ojeras; y sus labios extremadamente rojos
contrastaban con sus mejillas sin sangre. Fue tal el griterío que formó al
sacar el muerto, que durante la marcha del entierro se notaba en ella el
cansancio; aunque muchos familiares opinaban que por fin, gracias a Dios, le
había llegado un poco de resignación.
En el cementerio, frente a la fosa, el despedidor de duelos
dejaba libre su inspiración y rompía sus palabras en quejumbrosos y doloridos
ayes sobre la vida y obras del difunto:
« …hombre íntegro, humilde,
servicial, desprendido, honrado y caballeroso… » Arrancaba lágrimas en todos
los allí presentes ver y escuchar despedir de una manera tan solemne a aquel
buen hombre. Tuvo el despedidor de duelos que acortar, pues, el llanto de doña
Chefa se hizo tan hondo que, temiendo le fuese a dar otro ataque de nervios dio
fin a sus palabras
Acomodaron la caja de muerto sobre la fosa, arreglaron la
cuerda con que habían de bajarla y removieron el tablón que sujetaba el ataúd.
Comenzaron a soltar la cuerda poco a poco y el ataúd comenzó a descender. Doña
Chefa gritaba a todo pulmón: «Dios mío, ¿por qué me dejas sola?; ¡Llévame con él!;
¡Llévame!» Y luchaba la pobre señora con los que querían calmarla. Gritaba y
lloraba con los brazos extendidos hacia la fosa, diciendo: «¡Me quiero ir con
él!; ¡yo me quiero ir con él.»
Era tal el dramatismo, de la pobre señora, que el hombre que
sujetaba el extremo de la cuerda, olvidó lo que estaba haciendo, por secarse
los ojos empapados en lágrimas. La cuerda halada por el peso del ataúd se
enrolló como una serpiente en la pierna de doña Chefa; halándola de tal suerte
que, perdió el equilibrio; y cayó en la fosa junto con el ataúd. Se hizo un
silencio enorme ante suceso tan imprevisto y por unos instantes nadie supo qué hacer.
Desde la fosa, Doña Chefa gritaba: «¡Sáquenme de aquí! ¡No me dejen aquí! ¡Por
favor, sáquenme de aquí!»
Nadie pudo aguantar la risa de aquella situación tan
ridícula. En lo que doña Chefa, apresuradamente, subía por la escalera que el
sepulturero proporcionó, algún chistoso murmuró: «No es lo mismo llamar al
diablo, que verlo venir»
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